El día después de un golpe inesperado
San Lorenzo vivió las horas posteriores a la derrota con Arsenal entre la tristeza por la goleada sufrida y la preocupación por la rotura de ligamentos de Gonzalo Verón. Tras arribar a Buenos Aires, los futbolistas se retiraron rápidamente y este viernes vuelven a entrenar pensando en el encuentro del próximo sábado ante All Boys.
Si San Lorenzo pudiera, retrocedería el almanaque 24 horas y querría situarse nuevamente en la antesala de la Final de la Copa Argentina Sancor Seguros. Ni Juan Antonio Pizzi ni los jugadores pueden despertarse todavía de la paliza futbolística que Arsenal le propinó en Catamarca. Todavía esperan que las imágenes de Nicolás Aguirre, Mariano Echeverría y Emilio Zelaya festejando los goles sean un mal sueño del cual puedan despertarse rápidamente.
Las imágenes de un Leandro Romagnoli desconsolado y de un Ignacio Piatti todavía arrepentido por su expulsión fueron el fiel reflejo de lo que vivió San Lorenzo una vez que volvió al hotel Amerian tras la derrota en la Final. Como si todo esto fuera poco, se confirmó la rotura de ligamentos de Gonzalo Verón, el hombre en el que Pizzi había depositado sus esperanzas para reemplazar a Martín Cauteruccio, quien había sufrido la misma lesión.
Los futbolistas cenaron rápidamente cuando las horas del reloj todavía no marcaban el jueves. Se fueron a descansar cabizbajos, casi con un silencio sepulcral que dejó a las claras los sentimientos de un plantel reforzado para luchar por la triple competencia, y que sólo sigue en carrera en el Torneo Inicial, donde persigue al líder Newell’s.
Comenzado el jueves, llegó el tiempo de la reflexión y las conclusiones. Ya en frío, la delegación empezó a digerir un golpazo que no esperaba. Se levantaron, desayunaron y pasadas las once y media de la mañana partieron hacia el aeropuerto Coronel Felipe Varela. Allí, los jugadores volvieron a demostrar gratitud hacia los hinchas al sacarse cuanta foto se les pidiera. Romagnoli fue el más solicitado pero la mayoría de los futbolistas eligieron el silencio absoluto y se recostaron en las sillas de la sala de embarque. Para que, entre el celular y la música, el tiempo pasara lo más rápido posible.
El avión que trajo a los jugadores de vuelta a Buenos Aires estuvo dominado por el silencio. Ninguno quiso hacer bromas y las caras de preocupación dominaron la escena. Ni siquiera sonrió Juan Mercier, dolido por una derrota que no tenía en los planes. La hora cuarenta que tardó el vuelo se consumió entre la preocupación por el estado de Verón, algún libro y aparatos tecnológicos.
Llegados a Buenos Aires, los jugadores abandonaron rápidamente Aeroparque en taxis y autos particulares: sus rostros decían todo y ya no hacían falta palabras para explicar lo inexplicable. San Lorenzo vivió su propia pesadilla y no fue un mal sueño, sino la simple realidad.
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